AMANTES




El Chorrillo, 10 de junio de 2017


El privilegio de andar últimamente en mis lecturas de un lado a otro de la historia de este planeta, de un lado a otro de las corrientes de pensamiento que han poblado el mundo desde su principio o tratando de averiguar cuál es la razón de que haya países paupérrimos mientras otros nadan en la abundancia, amén de dedicar unos breves minutos a la situación política del momento, confieren al lector, como si de un ermitaño subido a la cima de un monte se tratara, una perspectiva de la realidad nada desdeñable. Sin embargo esta realidad global, el universo, los países, los graves problemas mundiales no dejan de ser para el individuo de carne y hueso de una relativa importancia a la hora de considerar el círculo mágico de su intimidad y el estrecho espacio de tiempo que es nuestra propia vida.


A fin de cuentas, después de recorrer la calamitosa historia de nuestro país, o del mundo, lo mismo da, siempre un continuo expolio del noventa y nueve por ciento de la población por el restante uno por ciento, esa élite que a lo largo de toda la historia de la civilización logró acaparar la riqueza y el poder mediante el asesinato, la extorsión o la espada flamígera de la religión; a fin de cuentas, cuando uno sentado ricamente en su casa al atardecer considera estas cosas y de repente recuerda que él, pese a todo, tuvo el regalo en la vida de ser un amante de la montaña, amante también de sus hijos, de su pareja y agradecido compañero de tanta gente con la que hizo amistad o trató; a fin de cuentas, después de todo, y pese a los imbéciles de solemnidad que quieren hacer de rey Midas en el reparto teatral de la existencia (siempre es oportuno citar aquellos versos de Macbeth: "La vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y agita una hora sobre la escena y después no se le oye, un cuento narrado por un idiota con gran aparato y que nada significa"), pese a los imbéciles, decía, cuando desde la madurez y la experiencia uno mira la vida y de repente se ve fugazmente sorprendido, por ejemplo, por la caricia de ese amor a la montaña que se le instaló en el alma en los tempranos años de su juventud, sucede que la realidad que es el mundo y sus circunstancias acaso sean poca cosa si la comparamos con esa intensa relación con las montañas, los bosques, los glaciares, los arroyos, los vivacs bajo las estrellas, que experimentamos y late en nosotros a lo largo de toda nuestra vida con la delicada asiduidad de un amor que será sin lugar a dudas, ahora sí, hasta que la muerte nos separe.


Nuestra afección a la montaña nos salva de la mediocridad, nos ennoblece. El que quiera porqués y no haya recibido el don, porque don es el haber sido tocado por la gracia de tal amante, no tendrá más remedio que tratar de experimentarlo por sí mismo para saber de qué hablamos. Ergo, cójase una mochila, métase en ella cuatro cosas necesarias para protegerse del frío, alimentarse y proteger los pies de las caminatas y tome alguno de los caminos que se adentran en nuestras montañas; camine, respire la fragancia de las jaras, sude, escuche la brisa en las ramas de los árboles, admire, déjese encantar por el mantra del sonido de los riachuelos, por el canto de los pájaros, por la delicadeza de las flores. Y después de todo esto, cuando la noche vaya esparciendo su cálido abrazo de silencio, busque un claro en el bosque junto a un arroyo, tienda el saco de dormir sobre la hierba y, después de cenar, tendido bajo el manto de las estrellas, contemple hasta que el sueño venga a sus ojos el cielo, escuche al cárabo, el rumor de las hojas, el silencio de la noche. Quizás esa misma noche un duende le sugiera la posibilidad de escalar alguno de esos riscos bajo cuyas paredes atravesó durante la caminata de la tarde; quizás esa admiración por el entorno, la belleza, la esbeltez de un roble, la elegancia de un pino que se retorcía en las alturas, y que fue naciéndole por dentro mientras caminaba lo toque con sus dedos de nieve; quizás, como una inspiración que naciera del fondo de la humanidad del hombre primitivo que todos llevamos dentro, surja en él la necesidad de probar su arrojo encaramándose al cálido granito de una pared que se eleva hacia el cielo como una enamorada que intentara seducir al durmiente con el encanto de sus dones.


Las redes sociales tienen su gracia a veces. Un día, además de unos pocos amigos con los que compartes esto y lo otro, descubres que más allá de esos círculos se esconden montones, miles de amantes, montaraces amantes, quiero decir, de los que ni de lejos sospechabas su existencia. Así que coges el petate y te dedicas a investigar aquí y allá y de repente descubres que eso que tú sientes por la montaña, eso mismo, lo comparten aquí y allá multitudes, gente que no conoces o que conociste y la memoria los perdió entre los vericuetos del tiempo; y así entras en algunos grupos de amigos de los Pirineos, de los Galayos, del Guadarrama, de antiguos socios de algún club de montaña y descubres que por allí, entre una entrada u otra, un recuerdo de hace muchos años o una travesía en esquís, un aficionado a las flores o a los pájaros, un antiguo compañero de cordada, amantes todos ellos que comparten a diario su experiencia, sus recuerdos de enamorado, su entusiástica devoción.


A veces me pregunto si esto de la afición a la montaña no tendrá algún tipo de connotación religiosa. Al devoto, amante o aficionado a los valles y a los montes, cuando camina solo o en compañía no es raro que llegue un instante en que las sensaciones y los sentimientos se le arrebolen por dentro hasta el punto de sentirse como dentro de un santuario. Habiendo vivido decenas de tormentas en alta montaña en completa soledad, por ejemplo, no me sería difícil encontrar algunas concomitancias que tales experiencias pueden tener con el arrobamiento que podemos suponer en místicos como San Juan de la Cruz o Santa Teresa de Jesús. Tampoco sería dificultoso encontrarlas con eso que llamamos enamoramiento; esos tiempos en que te pasabas de lunes a viernes pensando en las ascensiones que harías el siguiente fin de semana, cuando el empeño en hacer determinado recorrido en la Amezúa o la Aguja Negra ocupaba una gran parte de tu tiempo mental.

Lo que sí parece cierto en cualquier modo es que la multitudinaria presencia en las redes de amigos del monte lo que denota es una fidelidad de amantes a prueba de bomba.

En los Altos del Huascarán




  
El Chorrillo, 17 de mayo de 2017



Habíamos dejado el grueso de nuestro equipaje en el hotel, en Lima, y tomado muy temprano un autobús para Huaraz: ocho horas de bus. Durante el viaje no sé lo que sucede, mi cuerpo se sumerge durante casi todo el viaje en un puro sopor del que a duras penas salgo; pasa un paisaje desértico frente a la ventanilla, los acantilados se alternan con la arena. Al otro lado de un cabeceado de ocho horas aparecerá Huaraz, otra de las mecas del alpinismo mundial.



ALTOS DE HUARIPAMPA


Sumé, éramos veintiuna personas en la Toyota, veintiuna más una torre de equipaje en la baca. La pista de tierra da docenas de tornantis antes de llegar a los cuatro mil ochocientos metros del Portachuelo de Llanganuco. El paisaje: la espalda del Huascarán, glaciares extensos naciendo de las faldas de la niebla, celosa ella ocultando parte de la cordillera.
Mientras miro el abismo por donde vamos subiendo veo a Victoria, ella delante departiendo con Jaime, el delegado de la zona para las próximas elecciones. En los lagos Llanganuco, cuando se bajan los tres israelitas que ocupan los asientos del fondo, ambos se vienen atrás y... charlamos, inevitablemente, de política. La gestión poco positiva de Toledo, las expectativas de Alán García y las nulas posibilidades de Fujimori. Somos el país más inculto del mundo, dice Jaime con acento circunspecto, desesperanzador.
El paisaje al otro lado del puerto también está cubierto parcialmente por las nubes. Nos bajamos en Vaquería, cuatro casas; Jaime viene a despedirse efusivamente de nosotros. Un arriero nos indica con amabilidad el camino hacia el valle de Huaripampa. Nos cruzamos con una niña que, agarrándole de la mano, va tirando de su hermano que a su vez arrastra un cochecillo que a falta de asfalto sigue a su dueño dando vuelcos boca abajo entre las piedras. Los paisanos y paisanas con que nos encontramos son exquisitamente amables, no hay nadie con quien nos crucemos que no dé unas buenas tardes llenas de cordialidad. Nada que ver con los indios aymara de Bolivia, cholos y cholas de intratable y desabrido carácter.
Después de Huaripampa nos quedamos solos definitivamente, el valle sube lentamente por un paisaje de árboles pequeños, el suelo está tapizado por una hierba rala y apretada; me recuerda el valle de Ara en el Pirineo, nada más pasar el poblado de Bujaruelo.
Tres horas y media de marcha; un pequeño grupo por el camino, un ruso solitario que lleva una semana deambulando por la cordillera, son todas las personas con que nos cruzamos esta tarde. El lugar de la acampada es un bello prado desde donde se ven asomar los glaciares y una larga crestería totalmente blanqueada por las nevadas últimas. Ponemos la tienda junto a un estruendoso riachuelo. Día sin lectura, sin escritura, nada; después de instalar la tienda y comer algo caeré como un ceporro desplomado dentro de mi saco de dormir; la altura, el peso (comida para cuatro o cinco días, sacos, tienda, infiernillo, etc.) y la falta de entrenamiento me han dejado el cuerpo como unos zorros.
No tardaría en ponerse a llover. Una lluvia discontinua caerá hasta las primeras luces del alba. El suelo estaba condenadamente duro.



PUNTA UNIÓN

Colocamos nuestro vivac a 4.750 metros, un nido de águila en el que es difícil respirar. No hemos cumplido las normas básicas para estas alturas -algún día de aclimatación antes de acercarse a la barrera de los cinco mil metros- y ahora cada vez que nos movemos tenemos que emplear un buen rato para ingerir un poco de oxígeno. No era cosa de tomarse a broma esta excursión y vinimos pertrechados para cualquier eventualidad que se nos pudiera presentar; equipo de alta montaña, por tanto, y comida en abundancia. La altura y el peso desproporcionado que cargamos ha hecho extremadamente penosa la subida. Los últimos doscientos metros los he tenido que hacer a un ritmo lentísimo y con una gran cantidad de sufrimiento encima. No podía caminar más de diez minutos seguidos sin sentir que un paso más de ese tiempo me haría reventar.
El collado de Punta Unión es un balcón rodeado de glaciares y picachos de 6.000 metros, pero las cumbres están cubiertas por la niebla. En un valle más abajo está el Alpamayo, una de las montañas más bellas del mundo. No se ve apenas nada, pero nos resistimos a marcharnos sin echar una ojeada a las montañas de los alrededores, así que plantamos nuestro campamento en espera de que despeje, en espera de esa luz ambarina que ya vimos el día anterior cubrir las grandes montañas de la Cordillera Blanca desde la terraza del hotel en Huaraz. Amanecer a cinco mil metros en un paisaje tan salvaje y tan increíblemente hermoso, bien vale la contrapartida de esta dificultad de moverse uno y sentir como que no hay aire suficiente en todos los alrededores para seguir respirando.
Hace un rato se desplomaron enormes bloques de seracs en los glaciares superiores del circo, pero no logramos localizar la avalancha. Es siempre un estruendo sobrecogedor. Ahora, después de dos días de caminar, nos queda por debajo un hermoso y larguísimo valle en cuyo fondo espejean dos lagos de aguas verdeazuladas. Dejo de escribir, asomo la cabeza por la puerta de la tienda y veo los glaciares iluminados por el sol, su blancura es blancura recién estrenada; hace un par de días las nevadas acabaron con la época seca y las montañas estrenaron nuevo ropaje.
Hace frío, la niebla hizo un vano intento por abrirse. La cantidad de años que llevo haciendo montaña y no dejo todavía de preguntarme por la razón de mi fidelidad hacia ella; lo mal que lo hemos pasado hoy, por ejemplo; este lugar en donde hemos puesto la tienda, lleno de piedras, incómodo, frío, vivaqueando como lo hiciera un amante de la obra de Leonardo da Vinci frente al Louvre, porque sólo le dieran una única oportunidad para ver la sonrisa enigmática de la Mona Lisa; igual nosotros a la espera del siguiente amanecer. Hay un toque de encanto en estas circunstancias; en el caso de hoy, nada más llegar a este lugar, recordé otros muchos vivacs, en la cumbre del Naranjo de Bulnes, por ejemplo, en montones de cumbres del Pirineo que acogieron mi visita solitaria y la de mi igloo de tela. Son ese tipo de vivencias que uno se llevará como un regalo a la tumba. Un pozo de muchas cosas sencillas tiene la montaña; la vida apasionante que encontré aquí durante unos pocos años de recién estrenada juventud, parece como si hubiera servido para alimentar un amor que durará sin duda hasta entonces, hasta ese preciso momento.
La montaña es una amante a veces exigente. Es incomprensible un amor que no exija un esfuerzo importante; se me ocurre que el amor a la vida no es una excepción, que si se quiere vivir hay que llenar la vida de esfuerzos y trabajos (trabajo, nada que ver con eso de ganarse un jornal). Ser permanente descubridor de juguetes podría ser un oficio alternativo al de un Principito que buscara la otra cara de su ya recorrido universo para sumirse en indagaciones planetarias de un mundo todavía por construir.
La blancura de las montañas y sus precipicios inútiles continúa ahí, como una referencia, mostrando la desnudez de un ser cuya belleza intemporal le viene de la meteorología, de la hora, de la altura, de las armonías que nuestro cerebro les ha otorgado. Alguna cuestión: ¿la montaña sería algo calificable como bello si no hubiera un cerebro que le adjudicara tal apelativo? ¿Es la belleza un atributo de las cosas? ¿Es la belleza una determinada ordenación de algo perceptible por los sentidos como armónico? ¿Depende la belleza de las maneras en que el cerebro ve, relaciona los materiales que le llegan a través del sistema nervioso? En una primera aproximación la belleza no parece que pueda ser algo autónomo, su ser se comportaría como si dependiera del modo en que el cerebro creó estructuras en sí que determinan lo que es bello y lo que no lo es.


Pero entonces, ¿qué criterio sigue el cerebro para funcionar de una manera y no de otra, para hacer bello y no feo algo? ¿por qué no pudo ser de otro modo? Y entonces, vistas así las cosas, este amor a la montaña, podría ser una especie de proyección de nuestro ser que busca ciertos compañeros de viaje, conmilitones con quien arreglar las cuentas de su soledad primera, ciertas proyecciones de uno mismo en donde tratamos de hallar un estado de vivencia, de vida más armónica, equilibrada, frente a otras posibilidades menos gratificantes.
¿O será, por el contrario, que la belleza estará plenamente encerrada en las cosas y le corresponderá al cerebro la labor de detectarla? Seleccionar aquello que sirve al placer se convertiría en otra fuerza básica con que el organismo impulsa la evolución.
El recorrido de Punta Unión a Cachapampa nos llevó casi diez horas. Cargar con tanto peso hace que disminuya el placer de caminar.


Al final amanecimos envueltos en la niebla, pese a que había estado estrellado durante casi toda la noche. El Alpamayo sólo pudimos verlo durante unos segundos, ni siquiera el tiempo para sacar una fotografía. El ambiente se parecía en mucho al de las altas rutas del Himalaya: nuestra tienda por encima de los glaciares, la niebla, la hora temprana preparando el desayuno junto a nuestro nido de águila. La vivencia de la noche despertando en varias ocasiones con el fragor de los derrumbamientos de miles de toneladas de hielo desde las montañas próximas no tiene parangón siquiera en los Alpes. Vivir este espectáculo desde el centro mismo del escenario de las laderas altas del nevado Taulliraju, era un privilegio notable para nosotros; igual que era un privilegio oír a un inacabable Mozart enlatado en mp3 al final de una jornada como la del día anterior.
Embutirse en el chubasquero, cargar el macuto, meter las manos en los bolsillos y bajar sin prisas, contemplando los juegos de la niebla, dejando posar los pensamientos, charlando a ratos, mientras el lago verde del fondo se acercaba, era toda nuestra labor para el resto la jornada. 















Incesto. Una peli: Louis Malle, Un soplo en el corazón. Una novela: John Banville, El mar.





El Chorrillo, 15 de mayo de 2017

Por segundo día consecutivos me encuentro con el prohibido roce del tabú rondando, ayer en las secuencias de una película, hoy en las páginas del libro de John Banville, El mar. Que el sueño de la razón produce monstruos no es cosa exclusiva de Goya y menos si esos monstruos que el tabú disfraza conminatorio de absoluta decrepitud moral se le llegan a aparecer a uno como un reto de voluntad con que contrarrestar un verdad que asumimos dócilmente desde siempre sin atrevernos a cuestionarla porque la damos como propia de nuestra naturaleza humana. Ayer, viendo la película de Louis Malle, Un soplo en el corazón, la lucha por reconocer que la línea del guión debía de llevar con toda normalidad a yacer el hijo con su madre adorada y a la madre amantísima del hijo a acostarse con su retoño adolescente, era una apuesta del director Malle para provocar hasta dónde el espectador adicto a las convicciones y aquel otro abierto al ejercicio de la libertad sin cortapisas, podían ser capaces de transgredir la norma sin dejarse en el camino un buen pedazo de conciencia magullada, amén de un rechazo generalizado por parte de la sociedad.
De tanto en tanto, a uno, lector espectador, puede sucederle que de golpe, al dar la vuelta a la página de un libro o al sumirse en la trama de una película, se encuentre con algo que se le puede aparecer como un desorden moral. Algo así me sucedió a mí con la peli y la novela a que me refiero más arriba y que fue avivado esta tarde mientras pedaleaba sobre la bicicleta estática oyendo el libro de Banville donde en ese momento un preadolescente, que podía haber sido el preadolescente de ayer noche de la película de Louis Malle, llora pensando en la madre de sus amigos cuando descubre lo enamorado que está de esta mujer madura. Es obvio que hay cosas que ocurren dentro de uno que son imposibles de controlar, sentimientos, amor, ternura y que, perteneciendo a lo más íntimo de nuestro ser, al chocar con el ordenamiento social y moral en que uno vive, puede provocar eso que define la expresión, tan de moda en estos días en el ámbito político, un choque de trenes interior que nos deje perplejos ante lo que estamos viviendo, perplejos y desorientados como se encuentran madre e hijo en la película de Malle cuando ambos descubren que la ternura de madre e hijo trasciende, después de un largo preámbulo de aproximación, hacia la cuesta abajo en donde ternura y deseo físico terminarán fundiéndose si el guionista no lo remedia.
Estamos rozando el incesto. La madre repentinamente interrumpe sus caricias de madre, en el último momento de amante, y se da la vuelta en la cama, cierra los ojos, mira en el fondo del abismo en que están a punto de caer ambos y el pánico se apodera de ella. Nadia sabrá nunca nada de esto, ¿verdad?, le dice la madre al hijo al cabo de unos minutos, una vez ha surgido del fondo de la noche en donde había caído.
A vuelta de hoja, en medio de ese pequeño mar de ternura que ha surgido en el hijo abrazado al cuerpo de su madre, en él se ha despertado el infinito del deseo y entonces el guionista, después de este magnífico guiño a la moral convencional con la que no quiere entrar en conflicto, no se enfrenta a ella, huye, acata el tabú y no puede hacer otra que buscarle al hijo un sucedáneo que sólo puede resolverse en la cama abrazado a alguna de sus amigas del balneario donde pasan las vacaciones. El final de la película, el adolescente y su amiga despertados en la cama repentinamente en la mañana por una llamada a la puerta del hotel, el adolescente vistiéndose rápidamente, subiendo precipitadamente a la habitación de sus padres con los zapatos en las manos y los faldones de la camisa fuera y encontrándose a sus hermanos y a sus padres que le reciben con una sonrisa de connivencia, es un aleccionador sobreentendido que resuelve el film viniéndonos a decir que bueno, tranqui, no pasa nada, vive, deja vivir, pero sobre todo guarda las apariencias y que los vecinos no se enteren de nada.
Magnífico alegato donde la hipocresía, un sacerdote profesor del chico que le confiesa sonsacándole pecados hasta llegar al punto de esa necesidad de oír al chico hablar sobre sus tocamientos mientras las manos del cura recorren los muslos del preadolescente rumbo a sus genitales; un padre ginecólogo que mantiene relaciones con su secretaria enfermera; una madre con un amante que la recoge en coche frente a su casa; una familia burguesa muy adaptada a la moral de la época, pero donde los hijos adolescentes, tres, viven su momento glorioso en los burdeles, mientras en casa se habla y se discute sobre el sexo de los ángeles; magnífico alegato, decía, donde la hipocresía, como esta misma mañana en un plano totalmente distinto en el debate de Gusana Díaz, es la reina del mambo. La hipocresía, espléndida y magnífica hija de nuestro tiempo, no pierde a cada momento la oportunidad de conjugar y hacer posible cualquier tipo de contrarios. La hipocresía es el caldo de cultivo en donde las contradicciones de todo tipo deben de resolverse para el bien y la buena marcha de la sociedad. :-)
A fin de cuentas ¿a quién interesa de verdad que uno se enamore hasta las lágrimas sea de su madre, la madre de su amigo, la vecina del tercero o del sursum corda?


Había tomado algunos apuntes de la Wikipedia para ilustrarme sobre el asunto del incesto, explicaciones de antropología, psicología, biología o demográfica, pero no creo que merezca la pena, tampoco es el caso de hacer defensa o demonizar el incesto, entre o no en él las posibilidades del embarazo. El hecho esencial, y referido a estos relatos, cine o teatro, que conmocionan el sentimiento del lector espectador, de parecido modo a como sucede con las tragedias griegas, es el conjunto de emociones que mueven dentro de uno estos relatos, la tensión que generan, porque de un modo u otro uno no puede ser espectador sin que la experiencia personal, los propios sentimientos y emociones no vengan a mezclarse con lo que estamos viendo o leyendo; de donde resulta que la algarada que sentimos por dentro es algo que nace de la confluencia por una parte del relato, la película, y de otra de la vida de uno, la propia experiencia,  sentimientos o capacidad de emocionarnos.
Creo recordar que a esa algarada que sentimos por dentro Aristóteles la llama catarsis y que define, Wikipedia dixit, como "la facultad de la tragedia de redimir al espectador de sus propias bajas pasiones, al verlas proyectadas en los personajes de la obra, y al permitirle ver el castigo merecido e inevitable de éstas; pero sin experimentar dicho castigo él mismo. Al involucrarse en la trama, la audiencia puede experimentar dichas pasiones junto con los personajes, pero sin temor a sufrir sus verdaderos efectos. De modo que, después de presenciar la obra teatral, se entenderá mejor a sí mismo, y no repetirá la cadena de decisiones que llevaron a los personajes a su fatídico final". Hasta aquí la Wikipedia. Las cursivas de la cita, que son mías, me parece que sobran, no las creo apropiadas ni ciertas. Sin descontamos la moralina que éstas encierran quizás la cita explique algo de lo que sucede en nuestro interior, sin embargo, Aristóteles, cuando habla de bajas pasiones y merecido castigo parte de una percepción moral que hoy muchos no asumirían.

De hecho el gran mérito de una obra de arte no necesita de ninguna moralina, el hecho, eso sí, de que los espectadores lectores nos involucremos en la trama es lo que hace posible que experimentemos las pasiones junto con los personajes. Y que después de ver una película o leer un libro nos vayamos a entender mejor a nosotros mismos, por cierto que sí es así. 

Una habitación propia






El Chorrillo, 12 de mayo de 2017

Estamos en la sala pequeña del Teatro Español. Se apagan las luces y al poco se oyen en la oscuridad unos pasos descendiendo una escalera; se encienden unos focos que aumentan poco a poco en intensidad mientras los pasos se aproximan al escenario, iluminan un piano a la derecha, una mesa de época en el centro. Una mujer de mediana edad, quizás algo madura ya, queda en medio de la escena y mira aquí y allá a los espectadores, ella en ese momento convertida en espectador y los espectadores, acaso, en actores de los que se espera algo. Algo. ¿Qué hacéis todos vosotros aquí?, parece preguntarse la actriz. Y empieza a hablar de un río donde se reflejan los sauces, de una barca que nubla el reflejo de las nubes sobre el agua, de unos peces a los que la actriz va a intentar engatusar con su señuelo. En realidad quien está pescando es Virginia Woolf, y los escurridizos peces que desea con todas las ganas atrapar son esas clases de ideas escurridizas que pasan fugazmente por el pensamiento de uno y que al menor descuido se escurren entre los dedos para desaparecer en la oscuridad del pensamiento. Esas ideas que pueden ser el principio de un descubrimiento, un cuento, el comienzo de una historia apasionante, la revelación de una verdad hasta ahora indescifrable. El pez se acerca, toca delicadamente la lombriz que esconde el anzuelo en su interior, nada alrededor. La idea está por surgir, la oímos en nuestro interior, atención, cualquier distracción puede espantarla y alejarla definitivamente de nosotros. Virginia sostiene la caña en silencio, expectante, impaciente, esperando surgir los contornos de la idea desde la profundidad de la conciencia a la claridad del intelecto, de la intuición. Por fin el sedal da un pequeño tirón, se produce un breve revuelo en el río y la idea, arrastrada precipitadamente a la orilla surge espléndida como una verdad irrefutable de parecida manera a como pudieran surgir las costas de América ante Rodrigo de Triana cuando gritaba ¡Tierra! desde la cofia del palo mayor de la Pinta.

Pero la verdad es que la delicia literaria del texto que encabeza la obra que veíamos esta tarde en El Español, no tardó mucho en perderse en los vericuetos de las anécdotas y los lugares comunes. Enseguida la buena literatura da paso a un discurso en donde va a primar de arriba a abajo la consabida obviedad del trato degradante que han hecho los hombres de las mujeres a lo largo de la historia. Naturalmente si contextualizamos la obra original de Virginia Woolf, escrita a principios del pasado siglo, esta obviedad no sería tal; se podría intentar, pero no es el caso porque la obra de teatro es una adaptación para nuestros días y, por consiguiente, el discurso, tan excelentemente interpretado por Clara Sanchis, nos cae como una denuncia de una situación injusta con ejemplos y argumentos que, por su reiteración y aparición en los medios y en el ambiente ciudadano general vienen a resultar obvios y reiterativos hasta el punto de convertir el alegato de Virginia Woolf en una cantinela que viniéramos oyendo, justamente, por cierto, durante décadas. Es decir, obvias, trilladas conceptualmente porque tras tantos años de debate después de los ochenta y de haber comprendido una parte sustancial de la humanidad, al menos racionalmente, que no hay superioridad que valga por parte ni de unos ni de otras que no provenga de sus esfuerzos o capacidades naturales, el siguiente paso no es seguir martilleando sobre el mismo clavo sino llevar a efecto esa igualdad.

En general el tema de la igualdad de hombres y mujeres me aburre tanto como si alguien después de varios siglos de la muerte de Newton siguiera empeñándose en hacernos saber que las causas de que una manzana desprendida de un manzano cayera hacia la tierra, en vez de salir volando como los pájaros hacia algún espacio exterior, tienen que ver con una cosa que llaman gravedad. Cuando asistimos a una obra de teatro de calidad, esperamos siempre una idea nueva, alguna complejidad literariamente bien tejida que nos obligue a ponernos de puntillas para descifrar la complejidad de una idea y/o recibir el placer que se desprende de la urdimbre y desarrollo de la misma.

Sucede como si el desarrollo de una idea relativamente compleja que no entendemos del todo nos hiciera sentirnos disminuidos, torpes, por no comprenderla del todo y, sin embargo, en su extremo contrario, cuando entendemos sobradamente el discurso, nos pareciera aquello algo trivial o acaso un lugar común, y entonces echáramos de menos una mayor complejidad que alentara nuestra inteligencia o nuestro gusto estético a escalar con denuedo ese último peldaños que se ha de destinar al lector o espectador para que éste participe de algún modo en el proceso de elaboración y contemplación de lo que se está representando. De donde se podría deducir que muestra perpleja ignorancia ante textos difíciles sería un buen incentivo para someter a nuestra voluntad e invitarla a hacer un trabajo suplementario de nuestra capacidad de entendimiento a fin de que nuestro placer, el de la lectura, se vaya enriqueciendo de la complejidad y de la bella exposición del relato. Así, la obra de hoy, y en este contexto, escrita originalmente al principio del pasado siglo y referida al papel de la mujer en la historia, se me aparecía un cúmulo de lugares comunes precisamente, creo, porque desde los año veinte del siglo pasado el tema de las mujeres evolucionó tanto que en un siglo de diferencia lo que podía ser novedoso descubrimiento para Virginia Woolf, en estos días es tan cotidiano que, presentarlo como descubierto en el contexto de la obra resulta cuanto menos espectáculo destinado a alimentar esa inconsciente voracidad de seguir reivindicando por cualquier medio lo que es justo, esa perseguida igualdad de hombres y mujeres, pero que, expuesto en un teatro de nuestros días en donde se suponen espectadores con un nivel cultural suficiente resulta algo viejuno y un tanto oportunista.

La sobreabundancia del cachondeo que se trae el Woyming estos días en El Intermedio a cargo de la fiscalía, del ministro de justicia o de algún alto cargo del gobierno, cuando no de la familia Pujol o los desencuentros de la Gusana y Pedro Sánchez, señala la tendencia de tratar de "adular" la necesidad del espectador de ratificarse a sí mismo día a día en ese tipo de verdades que todos compartimos y que necesitamos seguir oyendo para dar satisfacción a alguna necesidad interior; y que en la obra de teatro de esta tarde se refiere a ¿nuestra sed de justicia, nuestro deseo de que los machos muy machos desaparezcan definitivamente del planeta, nuestra necesidad, las mujeres, de reafirmar un estatus de igualdad, la necesidad de seguir gritando el trato tan injusto recibido a lo largo de la historia por parte de los hombres?


Si en Una habitación propia ese es el aspecto principal que observamos, la cosa a estas alturas de los tiempos que vivimos resulta excesivamente redundante y quizás más propia de una charla sobre feminismo. Es claro que quien realizó el libreto de la obra tenía en esencia en su capacho una denuncia, justa, pero que por reiterada en nuestros días, acaso si el texto de la obra hubiera prolongado la altura literaria del principio de la misma ésta hubiera ganado guardando un equilibro entre la denuncia y el buen hacer de la escritura. No obstante, la actuación de Clara Sanchis consigue que el espectáculo sea brillante y acaparador. 















Alguien está pensando por nosotros





El Chorrillo, 8 de mayo de 2017

Escribir sobre temas controvertidos me ha deparado días atrás lluvia de piedras en algún foro y algún que otro elogioso comentario, pero sobre todo me ha ayudado a comprender mejor algunas cosas que surgieron parloteando en las redes. Cómo escribir obliga a pensar, que decía el otro día Borrell presentando su último libro Los Idus de Octubre, voy a tratar de enterarme yo mismo de qué es lo que pienso. El conocimiento de la realidad se presenta a veces como un laberinto donde reina tan espesa niebla que hace difícil la orientación, especialmente porque uno tiene que quitarse de continuo de encima ya sean prejuicios personales, ya sean opiniones que, aupadas por los medios, generalmente más reaccionarios, han logrado status de verdad en una numerosa audiencia. Desbrozar nuestros prejuicios, las ideas que siempre hemos sustentado para mirarlas a la luz de un claro de luna, puede obrar milagros en nuestro entendimiento. Días atrás discutía con algunos compañeros de redes sobre el término coherencia que parece invitaba a algunos a santificar de por vida las ideas que uno adquirió en la temprana infancia, so pena de ser llamado chaquetero en caso contrario. Acaso precisamente de lo que se trata es de pasar de continuo por la criba de nuestro pensamiento un montón de esas verdades que se nos han enquistado en el cerebro hasta el punto de que lleguemos a defenderlas cuando acaso ya nos hemos olvidado de las razones que las sustentaban. Cambiar de chaqueta, como dicen algunos, si ello implica llegar a conclusiones diferentes a las que teníamos en un tiempo anterior, puede ser un ejercicio personal muy saludable.

El ejercicio que propongo hacerme tiene relación con la manera en que lo que pensamos hoy, nuestra ideología, nuestra posición frente a problemas sociales y políticos, se ha instalado en nuestro cerebro con la fe ciega del devoto que, sin necesidad de recurrir a argumentos llega al conocimiento de la verdad por vía de un "algo", que no sabemos todavía en qué consiste, pero que nos vuelve feligreses incondicionales de verdades inapelables. Algunos ejemplos para concretar. Así, Venezuela, ¿de dónde viene esa fobia estomacal hacia los dirigentes de un país que vive una situación tan lamentable como Venezuela? La explicación: ¿cuántos platos soperos hasta los bordes de venezuelas nos han servido en el último año los medios, los políticos de derechas, el sursuncorda?, ¿quiénes y con qué fines han saturado nuestros oídos y nuestros ojos con una insidia propia de una vergonzosa sinvergonzonería? Hasta sobre Melenchón ha llegado a caer el estigma de Venezuela. ¿Resultado? Más de medio país, que no tiene tiempo de enterarse de lo que realmente sucede en Venezuela, ya tiene en el cerebro un buen elemento para querellarse, por ejemplo, contra Podemos, objeto final de toda esta campaña propagandística.

¿Quién piensa por nosotros?, preguntaba el otro día Alberto Garzón en un tuit, cuando se planteaba la razón de que sepamos tanto sobre Venezuela, a miles de kilómetros de España, y tan poco sobre Portugal.

A veces pueden acontecer hechos ilustrativos, por ejemplo en estos días posicionarse por Macron o Le Pen se ha convertido en el deporte favorito del status quo. Si no votas a Macron irás al infierno, con todo lo que significa esa opción política. Ah, pero si lo haces por Le Pen ya eres un neofascista condenado a la hoguera. Lo que parece cierto es que casi siempre navegamos por la superficie de las cosas, leer artículos y ensayos a fondo es algo que no se estila; lo que sí se estila es no pasar de los titulares (que con frecuencia nada tienen que ver con el contenido) y darse por enterado; no tenemos tiempo para profundizar ni en los asuntos ni en los conceptos ni en las ideas. Por ejemplo, apuesto a que muy pocos en este país de los enemigos declarados de Le Pen se leyó su programa. Yo probé días atrás y, haciendo de tripas corazón y refrescando el francés que aprendí en el instituto, tuve la valentía de leerlo. ¿Resultado? Pues bueno, alguno se escandalizará de lo que digo, pero allí encontré, de entre ciento cuarenta propuestas, muchas más de una cincuentena por las que votaría con lo ojos cerrados, asuntos sociales, temas fiscales, alguna cuestión económica que cualquier partido de izquierdas adoptaría. No es para hacer una apología del programa de Le Pen, faltaría más, pero alumbra lo que quiero decir desde el principio. Para nosotros hubiera sido más útil discutir punto a punto el programa que tratarnos como gilipollas poniendo de continuo tras las palabras de Le Pen los calificativos de xenófoba, fascista, etc. No es intelectualmente correcto que nos relacionemos con las ideologías o los programas de esta manera. El método huele a eso, a que alguien está tratando de pensar por nosotros.

Los medios nos han rociado durante semanas con el agua bendita que nos proteja de ese "neofascismo" y ahora todos estamos a salvo del pecado. ¿Cómo se conforman nuestras ideas en el día a día de la política? ¿Usando nuestra capacidad de análisis? ¡Ya!, unos pocos, posiblemente. Me atrevo a afirmar que un porcentaje alto de lo que pensamos como nuestro no es más que el resultado de las cosechas que recogemos día a día en los medios o en el foro de nuestros compañeros de militancia o afines a "nuestras" opciones políticas. En Guerra y paz,  de Tolstoy, el autor recrea una situación que ilustra lo que digo. Es una lectura antigua y lo recuerdo someramente; sucede que en algún momento importante de la situación política en Rusia, los periódicos dejan de salir, no recuerdo por qué causa. El alto mundo, los cenobios, las reuniones sociales languidecen durante ese tiempo a falta del parecer de esos pequeños grupos que llamamos creadores de opinión. Me atrevería a decir que lo que hay detrás de muchas opiniones son las opiniones de tales medios o tales periodistas o tales dirigentes políticos.

En estos días los de Sánchez demonizan a los de la Gusana Díaz, los de ésta a los primeros, en otros momentos los de Iglesias y Echenique a los de Errejón, la derecha francesa a los partidarios de Le Pen, ésta a... y así indefinidamente. No son las ideas ni los argumentos los arietes de la confrontación. Tantos envueltos en un estúpido juego en que entramos a quemarropa posicionándonos y discutiendo como si de lo que se tratara fuera siempre de meter goles en la portería del equipo contrario. Cuando uno ve estas cosas se le ocurre que la manera en que este ambiente nos convierte a cada uno en un soberano tonto el culo es lastimoso.

Si a todo esto añadimos a esos personajes que en las redes sociales dogmatizan, estigmatizan, o se ríen cínicamente de todo tipo de  personajes de la política con el solo ánimo de hacer la gracia correspondiente blandiendo un cinismo y una ignorancia que debe de hacer gracia a sus oyentes, el cuadro termina siendo penoso. Me encuentro con frecuencia en las redes personajes tan lisonjeramente reaccionarios que me admira que ellos mismos no se den cuenta del ridículo que hacen cuando cómodamente sentados reparten aquí y allá sus "verdades de cajón", esa gente que con la irresponsabilidad y la ignorancia propia de los que están de vuelta de todo, cuando aún no han ido a ninguna parte (Antonio Machado, dixit), dejando de continuo sus cagaditas en los facebooks y similares.











Definición de coherencia




El Chorrillo, 5 de mayo de 2017

Cuento aquí la "historia" de un curioso desencuentro sobre ese concepto tan escurridizo hoy día que llamamos "coherencia". Es un post bastante aburrido que me he visto obligado a escribir entre otras cosas para aclararme yo mismo sobre el término. Mi agradecimiento a Santiago Pino, José Manuel Vinches y a X por la ayuda que han supuesto sus comentarios. El asunto arranca de una entrada de mi amigo Santiago Pino en Facebook en donde se hablaba de Jorge Verstrynge como de un degenerado capaz de transitar de por vida por terrenos tan dispares como la extrema derecha, Alianza Popular, PSOE, Partido Comunista y, por último Podemos. El articulo lleva el significativo título de La cabra siempre tira al monte. Las entrañas fascistas de Jorge Verstrynge; se trata de un panfleto dedicado a hurgar en el pasado de este personaje con la obvia intención de descalificar a Podemos y a Pablo Iglesias con quien coincide frecuentemente en el programa La Tuerka. Presentar a este personaje colocando en el frontispicio del artículo su imagen junto a la de Iglesias da una idea de por donde van los tiros del columnista.

Ni entro ni salgo en su defensa, pero confieso que me cae simpática la tanta volatilidad de este personaje, profesor de ciencias políticas, que es capaz de evolucionar (digo evolucionar) desde un extremo del espectro político al lado de Fraga hasta venir a parar en las cercanías de los círculos de Podemos. Y me gusta, con más razón, cuando siendo preguntado una vez en La Sexta por la razón de sus tantos cambios ideológicos, respondió con un "porque me salió de los cojones". Una respuesta que me pareció lindísima porque, dirigida a una audiencia acostumbrada a nacer con la pila bautismal en la cabeza y morirse bajo el hisopo del cura párroco, una humanidad que apenas evoluciona en sus concepciones religiosas o políticas a lo largo de sus vidas, no llegará nunca a comprender que la incoherencia, vista como concepto conductor e instigador de la trayectoria de una vida, constituye uno de los grandes arietes con que el individuo a lo largo de su vida va derrumbando, arrumbando viejos conceptos, avanzando para posicionarse día a día allí donde su inteligencia y sus conocimientos lo van llevando. Si Einstein o Newton no hubieran cambiado sus ideas respecto a los primeros conocimientos de física que aprendieron en su juventud, si Darwin no hubiera cuestionado sus primeras creencias sobre el origen del hombre, si... Y en otros planos lo mismo, querer desprestigiar, por ejemplo, a Miguel Ángel Revilla porque en su primera juventud fue falangista se me antoja del género un tanto estúpido. Querer lanzar a los fuegos del infierno a alguien que fue católico en su niñez porque ahora es ateo convencido, querer anatemizar a éste o aquél porque a lo largo de los años cambió de parecer, de ideología, de religión es pasarse de listo y no comprender que la capacidad que tiene el homo sapiens para evolucionar no proviene sólo del campo del automatismo de la biología, sino también del uso de la inteligencia y la reflexión.

De este guisa fueron los comentarios que siguieron en torno al artículo sobre Verstrynge:

S introduce su entrada así: Las extrañas andaduras de este curioso personaje Jorge Verstrynge, desde el neofascismo a podemita.

Yo. Tener huevos para reconocer que uno se ha equivocado o para ver la realidad de otro modo no los tiene todo el mundo. Más bien se me aparece como un gesto de coherencia. Yo cuando era jovencito era católico apostólico romano y ahora soy un ateo convencido. ¿Crees que por eso debo ser destinado a los infiernos? Los medios buscan vender y lo hacen muchas veces a costa de hacer submarinismo en el morbo, algo que por otra parte casi siempre esconde espurios intereses.

S. Lo de este hombre no es pasar del catolicismo a ser ateo, es que ha pasado por todas las religiones que hay en el mundo. Lo cual para mi no es muy coherente.

Yo. Ser monoteístas de por vida es algo contra natura, S. La gente madura con el tiempo. :-)

A partir de aquí interviene un nuevo comentarista:

X. El señor Verstringe pertenece a esa fauna política de los verdaderamente marxistas... marxistas de Groucho Marx: "estos son mis principios... si no le gustan, tengo otros!".

Yo. Bueno, no se necesita ser muy listo para comprender que dado que no hay verdad absoluta que valga no está del todo mal usar la vida para que cada uno pueda sacarle el mejor gusto que le plazca.
Un cocido con un poco de Karl, otro con un poco de Groucho, un poco de tocino, chorizo, etc, a lo mejor resulta más sabroso que los garbanzos a palo seco. Eso o dejar de ser uno mismo de vez en cuando para hacer de otro, que tampoco estaría mal. La afición por demonizar os pierde a muchos.

X. Un matiz, una cosa es la evolución personal, sujeta a la coherencia, y otra bien diferente el chaqueterismos y el oportunismo... y ese señor, después de ser la mano derecha de Fraga y vivir la frustración de que eligieran a Hernández Mancha en vez de a él, llamó a las puertas del PSOE... y no le hicieron caso... y como nadie le hacía caso, se apuntó a los Podemos... quienes apuntaban en sus listas hasta a las lechuzas o las hienas.

Como se ve el amigo X ya se ha retratado, pero aún faltará completar el cuadro; vendrá más adelante cuando se refiera a la RAE y a su definición de coherencia.

Yo. ¿Y quiénes son los que han de decidir el dichoso matiz de si la cosa es galgo o podenco?, porque me pareces demasiado seguro de dónde está la verdad, que con toda seguridad sólo es "tu" verdad. En cualquier caso la explicación que das de esa evolución personal me parece que no está exenta de un posicionamiento político que, a juzgar por las últimas líneas, me parece pueden hacer difícil una conversación sosegada

X. Creo en eso de "por sus hechos les conoceréis"... y aunque tengo más preguntas que respuestas en casi todo, lo de este señor me parece "clarito como el caldo de un asilo", y su falta de coherencia histórica es más que notoria.

"Falta de coherencia histórica" :-(

Yo había dejado definitivamente el tema, pero por la noche leyendo a F. Scott Fitzgerald me encontré con unas líneas con las que no resistí la tentación de volver a la carga:

Yo. Me acabo de encontrar con una cita que viene a cuento de los anteriores comentarios. Permitidme que os la pase, dice con mucha exactitud lo que yo no fui, acaso, capaz de expresar: "La prueba de una inteligencia de primera clase reside en la capacidad de retener en la mente dos ideas opuestas al mismo tiempo sin que se pierda por ello, capacidad de funcionamiento. Uno debiera, por ejemplo, ser capaz de ver que las cosas son irremediables y sin embargo, estar decido a cambiarlas." Tener la firme convicción de que hay que estar decidido a cambiar las cosas está reñida con los continuos escarceos contra gente que de una manera está currando por que el país sea de otra manera, tenga coleta o no, se llame Bescansa, Verstrynge o Rita la Cantaora. Prefiero pasar por ingenuo a dedicarme a poner de continuo el punto sobre las haches a todo hijo de vecino que se presenta como alternativa a la corrupción y a las mamandurrias del PP.

X. Tampoco me resisto a señalar que todo tiene muchos ángulos y matices... y que una cita así no deja sitio a la coherencia; porque una cosa es la evolución natural del pensamiento y obra bien diferente la falta de coherencia.

Necesito un icono con un muñequito, un emoticón con alguien que se rasque la cabeza preguntándose: ¿qué habrá querido decir X en esas líneas?

En este momento interviene otro contertulio:

JM. Sin ánimo de interferir en vuestro debate, quiero decir que la coherencia es la concordancia entre lo que pensamos y lo que decimos con lo que hacemos, por lo tanto se refiere a un momento concreto. Si resulta que a los 60 años somos coherentes con lo que pensábamos cuando teníamos 30 años, significa que nos hemos aprendido nada, pero nada de nada...

Momento en que X, en un tono que ya empieza a olerme un tanto, ¿chulesco, fuera de lugar, arrogante?, no lo sé, quizás haya que conocer mejor a las personas para hacerse una idea de ellas, contesta:

X. Usted tiene todo el permiso del mundo para intervenir... aunque creo que habría que matizar tus afirmaciones. Dice la RAE:
Coherencia
Del lat. cohaerentia.
1. f. Conexión, relación o unión de unas cosas con otras.
2. f. Actitud lógica y consecuente con los principios que se profesan.
Más claro, el agua de los arroyos de nuestras montañas.

Naturalmente, un servidor, a quien también le divierte el uso de las palabras, con este tipo de afirmaciones se ve liberado del impedimento que una cortesía moderada debe matizar y se pone también un poco chulo con X.

Yo. Ja, X, no sabía yo que la RAE tuviera que ser la Biblia de cabecera de nadie. Conceptualmente la RAE no tiene ninguna autoridad. Repasa los trabajos de María Moliner y entenderás lo que digo. Así que eso de que más claro que el agua, nada de nada, dicho con todos los respetos del mundo (cómo no). Te pongo un ejemplo sencillito de cómo ventila la RAE algunos asuntos, vete al famoso diccionario y mira lo que significa follar. Pa, partirse de risa. :-). La coherencia de la RAE es coherente sólo consigo misma. Por otra parte no sé de dónde sacas esa claridad tan evidente; a la definición de la RAE le falta especificar las condiciones de la tal conexión de unas cosas con otras que, como apunta JM, al referirse a asuntos que decimos o hacemos, necesitan la especificidad de un tiempo, un cuando; con lo cual, evidentemente, si el hombre hubiera tenido que ser coherente desde siempre en sus formas de pensar y entender la realidad, ahora tendríamos que estar gateando por los árboles; en miles de años, como dice JM, no habríamos aprendido nada de nada. El uso del término coherencia es más coherente :-), valga la redundancia, usarlo referido al presente y sobre alguien, por ejemplo, que hace una crítica nada constructiva sobre algún aspecto de la realidad política y a su vez no contribuye en absoluto a la mejora de la misma. Esta incoherencia obvia se observa de continuo en las redes en quienes arremeten despectivamente contra Podemos, como es tu caso, y la palabra hiena es muy significativa, pero no aportan, parece, ningún signo de felicidad en sus palabras para que sepamos cómo vamos a cambiar el mundo según ellos. Si alguien como Verstrynge expresa ideas de izquierdas y se va con la bandera republicana a la coronación del lelo de Felipe exponiéndose a confrontaciones con la policía, es coherente. Yo, sin embargo, no soy coherente porque creyendo que tenía que hacerlo no lo hice, entre otras cosas porque me faltaron cojones (por cierto, aquí la definición de cojones de la RAE para que veas cuan sabio es este organismo. Cojones: 1. interj. malson. coloq. U. para expresar diversos estados de ánimo, especialmente extrañeza o enfado.). Como se ve los de la RAE todavía no saben cómo se llama lo que tenemos entre las piernas.
José Manuel, es de agradecer esa aclaración temporal del término. Me parece muy interesante el concepto de coherencia sujeto a un espacio de tiempo determinado.

Así hasta este momento. Esto se ha hecho en exceso extenso. Es un post demasiado largo con absoluta ausencia de poesía, incluso un post feo, pero aquí lo dejo como muestrario de una reflexión colectiva que acaso aporte algo al esclarecimiento de ese concepto que tanto usamos hoy, la coherencia.  



Amor, Haneke, Sonata Primavera, Beethoven




El Chorrillo, 4 de mayo de 2017

Estaba en el sector norte de la parcela sentado, recostada la espalda en el tronco del arce que con el tiempo resultó ser una morera, contemplando las nubes cuando me sacó de mis pensamientos el timbre de la cancela. Solo como estaba en casa resultó un fastidio; un fastidio es cuando uno está en un trozo particular de mundo a donde el bienestar ha llegado inesperadamente en forma de nubes, un trozo de césped, árboles, la apacibilidad de la tarde entrando por los sentidos como si estuviera haciendo submarinismo entre los elementos que me rodeaban y algo o alguien viene a interrumpirle. Estaba muy cansado y el cansancio abría apaciguadoras vías de agua en mi interior inundándolo de serenidad. En fin, era el mensajero de Mrw que traía unos auriculares nuevos. El hechizo se había roto y decidí refugiarme en la cabaña y probarlos con alguna música. Elegí la Sonata Primavera de Beethoven, una partitura que me es muy cara desde hace décadas. Hacía mucho tiempo que no la oía; ahora me sentí transportado a paisajes muy diferentes, probablemente una calle en donde vivimos en Madrid recién casados, un pequeño pueblo de la cuenca minera de Asturias. ¿Dónde más esa música había llenado algún espacio encantado de mi pasado?, ¿qué soportes había recorrido, un viejo disco de vinilo, una cinta de cassette, el formato mp3 del ipod siempre sobre una versión de Yehudi Menuhin, ahora una de Sayaza Shoji en el socorrido Youtube? La música corriendo siempre a través del tiempo y del espacio, bajando obediente a comer a mi mano como un pajarillo cuando la solicito. Ahora mi tarde se llena del sonido de un violín y un piano y ellos y yo viajamos por el tiempo y por el espacio a la caza de viejas sensaciones que debieron de quedar dormidas en algún rincón de mi conciencia a la espera de ser despertadas por el encuentro de accidentales circunstancias.

Es el segundo día que encabezo mi escritura con la palabra “amor” con la intención de escribir algo relacionado con la película del mismo título de Haneke que tanto conturbó mi ánimo hace un par de noches. Coloco el título en el rincón superior izquierdo de la pantalla, me detengo y noto que por mi pensamiento transita una nube que me llama la atención; me subo a su estribo y me dejo llevar por ella y, de repente, contemplo que mis dedos se ponen a escribir sobre un asunto de política. Y no puedo remediarlo, abandono sin más a mis dos ancianos, que eran amantes de la música y que acababan de abandonar el auditorio donde un antiguo alumno de la protagonista interpretaba una obra para piano, y me sorprendo a mí mismo buscando en Youtube, Dios santo, qué disparate, unos vídeos de Alfonso Guerra. Media hora después he cabalgado en mi nube sobre escenarios de otros políticos, he escrito más de un millar de palabras y debo volver al título que en principio era Amor para cambiarlo por otro que rezará Sánchez, la Gusana Díaz, Iglesias, Alfonso Guerra…esa fauna. Ni yo mismo comprendo lo que pasa. Está claro que quien aquí escribe no soy yo, es algún duende que tuerce mi voluntad y hace la suya a su antojo. Hoy, que volví a escribir como título esa palabra: Amor, todavía no sé si se mantendrá cuando haya terminado estas líneas. El asunto me interesa, es profundo, apasionante, el amor cuando la vida se va acabando y se derrama como un cubo de agua por el suelo del hogar y no se sabe qué hacer con él; el amor lo impregna todo, un amor muy especial que no se deja agarrar por los absurdos cánones entre los que lo apresa la fanfarria de la modernidad, romántico, sexual, banal, ese que cuelga de todas las revistas del corazón.

El violín y el piano de la Sonata Primavera continúan conversando en mis oídos como dos amigos que se fueran de paseo por la vereda de alguna alameda junto a un río calmoso. Ahora el Youtube, listo él, ha concluido con Beethoven y sin que yo le diga nada me ofrece el Concierto nº 1 de Paganini interpretado por Sayaza Shoji. De repente el sosiego junto a la alameda se convierte en un nervioso trinar entre las ramas de los árboles que no cuadra del todo con el ambiente creado en este final de tarde. Así que vuelvo a buscar otro intérprete para mi Sonata Primavera, ah, bendito Youtube que lo tiene todo; ahora por Uto Ughi. De esta manera la primavera vuelve una y otra vez a mis oídos como una cantinela que no lograra alejarse de mis labios, esas canciones pegadizas que me persiguen mientras mis piernas devoran kilómetros a través de las montañas o los caminos de España con los ojos inundados de sol, de las nieves de los Pirineos o los Alpes, del azul del Mediterráneo, de los acantilados de la Muerte en Galicia, de los llanos de Castilla.


 Amor, la historia de una pareja de personas mayores que en un momento de sus vidas se encuentran con un hándicap; ella, que poco a poco va a ser llevada a una vida vegetativa sin salida; él, amoroso compañero de un matrimonio dedicado a la música y a las artes, condenando a la perplejidad de ver cómo la vida de su esposa se va deteriorando día a día hasta empujarlo a ayudarla a morir. Haneke es implacable, meticuloso, profundo, hurga con la punta del cuchillo en las heridas. Y bajo su tutela sentir, como esa viola que sólo unos pocos aficionados preparados logran rescatar entre la fanfarria de un concierto de muchas voces, en el fondo de unas aguas turbulentas y profundas, surgir la morosa voz de un amor inconfesado que recorre secuencia a secuencia la película con el infinito sosiego de quien en la vida ha llegado a comprender que su existencia no es otra cosa que la vida de/con ella, dos ríos que décadas atrás se juntaron y que ahora confundidas sus aguas unas con otras el protagonista no sabría identificar, saber quién es yo y quién tú, en la película aquella mujer que perdió la movilidad de la parte derecha de su cuerpo y que ahora poco a poco se extingue en medio del dolor. Un dolor que es de ella y de él. Contaba Unamuno en alguna parte que siendo él y su mujer muy mayores, en las noches de invierno encontraba en el calor de los pies de ella bajo las mantas el secreto placer del encuentro con la prolongación de uno mismo en el otro. Yo y el otro; los otros, la parte de nuestro yo donde descansamos.